Sanar

Dos años

Hoy se cumplen exactamente dos años de que mi vida se detuvo por completo, porque pensé que había terminado, y después cambió de curso para siempre. No hubo vuelta atrás, el mundo entero como lo conocía cambió, y no era precisamente que el mundo hubiera cambiado sino que yo había cambiado. Y eso lo cambia todo.El cambio, por supuesto, no sucede de un instante a otro, pero sí: en ese instante en que yo tuve la mala suerte de circular en el carril que ese trailero llamado Alfonso iba a invadir para dar la vuelta a la derecha, en ese instante en que, aunque yo frené con todas mis fuerzas, la colisión era inevitable, en ese instante en que yo tuve la maravillosa suerte de que la gente que estaba viendo el accidente le gritara a Alfonso que se detuviera, y la suerte de que él escuchara, y de que se detuviera, y de que se echara en reversa. Tuve la mala suerte de vivir dolor inefable, destrucción de una parte de mi cuerpo, de mí toda, pero tuve la buena suerte de no morir. Más aún, de conservar mi pierna. De volver a caminar.Hace dos años que ese incidente me marcó para siempre, y hoy me sigue asombrando y fascinando el cuerpo: su capacidad de curarse a sí mismo, su capacidad de regeneración, su sabiduría, su fortaleza, su vulnerabilidad y su fragilidad. Hace dos años entendí que el cuerpo es movimiento, tal como la vida es movimiento y que cuando no hay movimiento la vida se extingue. Literal y metafóricamente. Literalmente, porque los músculos se atrofian, la circulación se merma, el corazón se debilita, los pulmones flaquean, la sangre amenaza con obstruir el paso de la vida, la piel se rompe, los tendones se contracturan, el equilibro desaparece, el intestino se apacigua y la vejiga sufre. La vida es movimiento y nada más. La vida es tensión, dialéctica, caos y los intentos de equilibrio sólo causan más movimiento que es lo que nos mantiene vivas.Y metafóricamente porque si dejamos de movernos, mover nuestras ideas, nuestras certezas, nuestros vínculos, nuestra mirada del mundo, de nosotras, del pasado, del futuro, entonces comenzamos a marchitarnos. Si yo me hubiera quedado en el mismo lugar y con la misma gente con la que estaba en ese entonces, no sería yo: no hubiera crecido, me habría marchitado. Permití que se derrumbaran todas mis certezas, sin aferrarme a ellas, porque aferrarse duele mucho más que soltar. Y todo ese movimiento, aunque sea cambio, no es aleatorio: sigue un flujo, es una continuidad que tiene una sola guía y son nuestros deseos, nuestras necesidades. Sucede que, en este sistema patriarcal y capitalista voraz, aprendemos a silenciar nuestros deseos y necesidades al punto en que son apenas reconocibles, se vuelven un tenue y débil susurro que ya no recordamos cómo escuchar. Porque desde niñas nuestros deseos se silencian, se castigan, se invalidan, se borran. Nuestras necesidades, lo mismo. Esa estrategia es muy funcional, porque sin saber qué deseamos y qué necesitamos, es fácil rellenar ese espacio con los deseos y necesidades de los otros. Más aún, socializadas nosotras en el cuidado y la complacencia, no dudamos en cuidar los deseos de los otros y complacer sus necesidades. Cuando una está en cama, sin poder moverse, y se da cuenta que sus necesidades son algo tan básico que nunca se escucha, que no puede cumplirlas una sola y necesita de las demás, suceden dos cosas: una se da cuenta de que la independencia individualista es un mito, porque siempre necesitaremos de las demás personas. Pero también se da cuenta que si una no conoce sus propias necesidades, jamás podrá enunciarlas, jamás sabrá cómo cubrirlas y menos podrá identificar cuando están siendo violentadas, ni podrá pedirlas cuando sea necesario.A pesar de la reflexión crítica durante años, algo tan básico como esto no formaba parte de mi prioridad: ese trabajo introspectivo, emocional, duro, doloroso e inacabado que es aprender a escuchar, atender y cubrir nuestras necesidades reales, las nuestras y no las que nos quieren hacer que creemos, o las que son de otros y nos hacen sentir nuestras. No es fácil, porque la trampa es grande y está en todos lados. Pero es desde el cuerpo donde yo pude entender cabalmente todo. El cuerpo, que somos nosotras, nos habla, nos dice. Hay que reaprender a escucharlo.Hablando de escucharlo, yo estaba escribiendo la novela de la experiencia del accidente. Me detuve: mi cuerpo tenía malestar. El malestar emocional y el malestar físico, el dolor emocional y el físico son exactamente lo mismo. Nuestra mente es cuerpo. Ese malestar venía de los dolores hondos que traía cargando conmigo, de toda esa avalancha de duelos que comenzaron ese 2018 con el cáncer de mi padre, con su cirugía de columna que lo dejó poco capacitado de cuidarse a sí mismo, con la muerte de mi ancestra raíz, a poco tiempo de cumplir un centenario de iluminar este mundo con su sabiduría y amor, de la muerte de nuestra compañera perruna, de mi pérdida de la salud y mi conciencia del dolor y la muerte, de las interminables deudas que de eso derivaron, de la muerte de mi madre-tía, tan inesperada y abrupta, de la decepción, el desengaño, la infinita soledad de entender que, aunque acompañada, las pérdidas y los duelos se enfrentan siempre sola, sola.Dejé de escribir porque tenía que escucharme, mirar hacia adentro y asegurarme que estaba cumpliendo mis deseos y los de nadie más, mis necesidades y las de nadie más. El truco en esta vida, para nosotras las mujeres, es que siempre tenemos que estar revisando y volviendo a asegurarnos que estamos viviendo por y para nosotras. Y también abrazar los cambios cuando estos deseos y necesidades cambien, y modificar la ruta. La palabra texto viene del latín textum que significa tejido. Eso es exactamente lo que la escritura ha sido para mí: tejer significados, memorias, emociones, historias, dolores y alegrías. Que, mientras salen de mis dedos, esos hilos enredados y sin razón, comiencen a tomar la forma que les doy, el significado que tienen para mí ahora, justo aquí y justo ahora. Y nunca dejaré de tejer, pero ahora sé que tejer, como todo en la vida y eso también lo aprendí de mi cuerpo, sus dolores y sus capacidades, es pausado. Lleva su tiempo y tiene su ritmo, como la música y como el movimiento del cuerpo: es que todo es así, aunque queramos apurarlo por supuestas fechas límites y medidas arbitrarias. Es un acto de amor y respeto a nosotras escuchar ese tiempo y seguirlo. Dos años no miden 365 días por dos. No es mucho tiempo, ni es poco. Es la medida de las células cicatrizando, de la piel cambiando de color, de los huesos fusionándose entre sí para poder curarse, de las lágrimas que escurren por las mejillas, de los gemidos ahogados de dolor, de la empatía infinita que salva vidas, del amor y la sabiduría que guían caminos, de los aprendizajes que nos quiebran el alma sólo para poder reconfigurarla de otra forma, de las amigas que se fueron y las que llegaron, de las que permanecen firmes y amorosas ante la tempestad, de toda la generosidad de esas personas, conocidas o desconocidas, que fueron el andamio de mi recuperación, el amor de y por mi madre que desbordó y explotó, de los cuidados y la compañía de mi hermana que me levantaron de la muerte, de todo ese entramado de vínculos, los amorosos, los cercanos y los lejanos, del amor que nace y que muere, que no se puede sostener porque la vida es movimiento y no todas nos movemos hacia los mismos lugares ni con la misma velocidad, es la pérdida irreparable y el duelo que no se borra, pero que se apacigua. Eso son dos años, queridas, son ustedas leyéndome y leyéndose en mis palabras, o asombradas preguntándose qué será vivir lo que viví, o sabiendo a ciencia cierta lo que digo porque, diferente siempre, pero también lo han vivido.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *