Mi historia

Me presento. Soy Nadia Rosso. Nací en la Ciudad de México. Estudié lingüística, después estudié la maestría en antropología social y finalmente el doctorado en pedagogía. Di asesorías, talleres, cursos, capacitaciones y clases a nivel licenciatura. Como puedes imaginar ¡pasé mucho tiempo sentada, estudiando, viviendo en mi mente! También soy lesbiana feminista y dediqué muchos años y energía al activismo.

Fue en 2018 que mi vida cambió por completo: de regreso del trabajo, al que me transportaba en bicicleta, un tráiler me atropelló. A raíz de ese accidente, estuve hospitalizada, en cama y sin poder moverme por tres meses. Me rompí el brazo y mi pierna quedó destrozada. Tuve más de una veintena de cirugías y múltiples complicaciones, incluyendo reacciones adversas a los medicamentos, un shock séptico por negligencia del médico que me atendía, y un derrame en los pulmones. Estos eventos me tuvieron al borde de la muerte. Cuando salí del hospital no podía siquiera mantenerme sentada, mucho menos ponerme de pie: esto ya no era directamente por las lesiones, sino una pérdida de fuerza por no moverme en tanto tiempo, que es mucho más impactante de lo que imaginé. Después tuve que rehabilitarme, fueron años de fisioterapia y varías cirugías más para seguir reconstruyendo mi perna, y para resolver las secuelas derivadas de mis lesiones. También tuve secuelas psicológicas, como el síndrome de estrés postraumático: no podía dormir y sufría ataques de ansiedad y pesadillas constantemente. La historia completa está en mi blog, aquí sólo quiero explicar cómo ese accidente me llevó a entender muchas cosas que antes ignoraba. A entender mi cuerpo y la manera en que yo había vivido ignorándolo, dándolo por hecho.

Entre los procesos de rehabilitación me empapé en el mundo de la fisioterapia y la medicina, en mi deseo de entender las lesiones y cómo todo el cuerpo está interconectado de manera que nada nos sucede de manera aislada. Comencé a practicar yoga como una forma de aliviar mis síntomas, mejorar mi movilidad y reducir la ansiedad. También empecé a acercarme a otras herramientas para el estrés postraumático, a leer todos los libros sobre trauma, sistema nervioso, movimiento, respiración, que me aparecían en frente. Después de años de ir entendiendo mi cuerpo y los procesos de sanación, y de poner en práctica conmigo misma miles de herramientas terapéuticas, me decidí a darle forma en serio. Me di cuenta de que toda la fascinación que sentía por el tema ya no era solamente porque yo quería estar mejor, sino que era realmente algo que me apasionaba. A finales de 2023 me inscribí en la formación de 600 horas de Yoga Terapéutico. 600 horas de teoría y otras tantas de práctica, entendiendo y conociendo todas las herramientas de esta disciplina y otras de la medicina occidental moderna, la fisioterapia y la anatomía. Sobre todo, entendiendo y sintiendo la relación indisociable entre mente y cuerpo (después entendí que la división entre ambas es una idea colonial).

Ese año fue de profunda transformación, porque fue como cristalizar todos los saberes que yo había venido acumulando y experimentado desde ese 2018. He logrado lo que todos los médicos me habían dicho que jamás lograría, sané lo que los médicos me dijeron que no tenía cura, y cambié por completo mi vida y mi salud. No hubo vuelta atrás. En estos 7 años he aprendido en carne propia por qué conciencia corporal es nuestro tesoro más preciado para el bienestar, para la salud, para el bienvivir. Es la base de todo. Pero también, con mi formación previa en ciencias sociales y en pedagogía, logré entender -con el cuerpo y no sólo con la mente- la forma en que esa conciencia nos es arrebatada. Y entonces se cerró el círculo: pude juntar todo el conocimiento que adquirí de la universidad, los posgrados, con el conocimiento de la formación en Yoga Terapéutico, para tener un conocimiento integrado sobre esto que me había venido pasando toda la vida, pero que también nos pasa a todas: vivir bajo un esquema opresivo que nos hace enfermar y encima nos quita la posibilidad de sanar, porque al ser nuestro cuerpo un completo desconocido cuyo lenguaje no podemos descifrar, tenemos que poner nuestra salud, nuestra vida, totalmente en los “expertos”, en esos médicos que estudiaron muchos años para saber los nombres de las enfermedades y de los medicamentos, pero que nunca estarán tan interesados en nuestra salud y nuestra vida como nosotras lo estamos. Porque no les enseñaron a vernos como seres completas, sino como órganos, partes y fragmentos a arreglar -y esto es parte del pensamiento colonial con el cual se enseña la medicina en las universidades-. Pero, sobre todo, porque ellos no pueden saber todo lo que pasa dentro de nuestro cuerpo, ni cómo lo sentimos exactamente, porque sólo nosotras podemos acceder a ello.

Mi proceso de transformación fue lento, constante, inesperado

Corroboré una y otra vez cómo los médicos decían una cosa, pero yo sentía otra, pero como yo no soy médico, mi palabra fue siempre ignorada, ninguneada. Uno de los casos más graves que recuerdo fue cuando tuve el derrame en los pulmones, los primeros indicios de ello -como de toda enfermedad- eran los síntomas, la voz del cuerpo diciendo que algo anda mal. Yo le insistía a los médicos que tenía un dolor que iba en aumento, que era intenso y profundo: lo sentía muy adentro, era un dolor que jamás había sentido antes, acompañado con la sensación de un peso que me apretaba y me presionaba, desde el pecho hacia la espalda. Me dijeron una vez que a veces cuando una está en el hospital le duele todo -que ya se imagina los dolores- o que era una contractura porque llevaba tiempo acostada. Yo sabía bien que no era una contractura, que era algo diferente. Después se me empezó a dificultar respirar y me decían que hiciera ejercicios de relajación, que por cierto, yo no podía porque casi no podía mantener el aire. Para ellos era dolor muscular por la posición y ansiedad. No importaba lo que yo sentía, lo que yo sabía. Fue hasta después de días, cuando yo prácticamente ya no podía respirar, que me hicieron estudios y resultó que mis pulmones estaban llenos de agua a niveles que ponían en riesgo mi vida. Luego del estudio, llegaron corriendo los médicos para meterme con urgencia a cirugía, para drenar toda el agua. Cuando el derrame pleural inicia, puede solucionarse con medicamentos, pero el mío había avanzado tanto que tuvieron que insertarme dos tubos, terriblemente dolorosos, en cada pulmón para extraer todo el líquido. Yo sabía que no era una contractura. Ellos no podían saberlo, pero podían haber escuchado mis síntomas. Nunca creyeron en mi palabra, porque no tengo la legitimidad de un médico, porque soy mujer (tengo algunos videos sobre cómo cuando las mujeres manifestamos dolor es usualmente menospreciado, a comparación de cuando un hombre lo hace) y porque no están acostumbrados a que una persona sepa identificar la diferencia entre un dolor muscular y uno de órgano, de hueso, de piel o de nervios. Yo pude hacerlo porque pasé tres meses sola con mi cuerpo, sin poder distraerme porque el dolor no da lugar a ninguna distracción, y con miles de sensaciones terribles, incómodas e inquietantes, y tenía que convivir con ellas y ponerles atención porque no tenía otra opción, porque ni las medicinas más potentes podían callar por completo mi cuerpo.

Conforme me di cuenta de que yo era capaz de identificar muchas cosas de las que le sucedían a mi cuerpo y que otras personas no podían, yo decía, a modo de broma, que adquirí un superpoder. Después entendí que no es un superpoder: es una habilidad que toda persona debería tener, porque es vital. Los bebés saben bien cómo se siente el hambre, el frío, la incomodidad. Lloran. Los callamos. Después crecen y les decimos que no griten, no lloren, que no canten a todo pulmón, que estén quietos. Que no digan cosas sobre sus funciones corporales, porque es incómodo e incorrecto. Que se aguanten de ir al baño. Que estén sentados. Quietos, siempre quietos. Después de décadas de ello, y de no tener siquiera las palabras para nombrar ese universo (¿Cómo hay solo dos o tres palabras para definir el dolor, siendo que hay infinidad de dolores diferentes? ¿Cómo puede ser que no conozcamos el nombre de todas las partes de nuestro cuerpo?), terminamos perdiendo la conciencia corporal. Quiero decir: la conciencia de nosotras mismas. Porque qué somos si no nuestro cuerpo, que incluye a nuestra mente y a nuestras emociones, que por lo mismo se expresan también mediante el cuerpo.

El panorama me parecía desolador, mirando a mi alrededor -empezando con mi familia- cómo pareciera que con la edad es inevitable tener dolor de ciática, artrosis de rodilla, hipertensión, diabetes, hernias discales, artrosis de cadera, quedar encorvadas, con una andadera, con dolores crónicos y sin autonomía, pero sobre todo enojadas, frustradas y deprimidas por vivir con dolor. También empecé a verlo con mis pares, desde los treintas ya con dolores de rodillas, de espalda, de cuello, de cabeza, problemas digestivos que ya normalizamos, problemas hormonales y metabólicos. Todos esos problemas que yo también empecé a tener, desde antes del accidente, y que pensaba inevitables, que no les daba gran importancia. En este punto también comprendí el verdadero significado de la salud, que no es la ausencia de una enfermedad, sino el bienestar. Que tener gastritis, colitis, migrañas y estar fatigadas todo el tiempo no es salud, aunque no pensemos que debamos ir al médico por ello, o aunque pensemos que es lo normal. Y que los pequeños dolores en la espalda, el cuello, las rodillas o cualquier otra parte del cuerpo son el indicio de que en unos años tendremos un problema grave y degenerativo.

Otro punto de inflexión en este proceso fue cuando me detectaron pre-diabetes, que es el pasito antes de una de las enfermedades yo que más había temido en mi vida. Porque pensar en no comer postres se veía como mi pesadilla más grande. También fui a médicos, a nutriólogos, algunos querían medicarme, otros me daban una estricta dieta que decía cuántos gramos de cada alimento debía comer cada día. Incluso intenté con aplicaciones que analizan y miden las calorías y nutrientes de todo lo que comía, porque, claro, una de las indicaciones era que debía perder peso. Logré hacer esas dietas unos meses y mejoraron mis niveles en sangre, pero vivía ansiosa y obsesionada con lo que comía, además de que empecé a aislarme de la gente que quería porque siempre que nos reuníamos se trataba de comer cosas que estaban prohibidas en mi dieta. Después conocí a una nutrióloga más humana y amorosa, quien me dio una guía de alimentación menos estricta, cuyo acompañamiento siempre agradecí. Pero aún así, sin la conciencia corporal que incluye la conciencia de cómo, por qué y para qué comemos lo que comemos, entiendiéndolo de manera profunda, yo seguía sin poder revertir la pre-diabetes (sí, efectivamente, una de las enfermedades crónicas epidémicas en las urbes humanas es reversible). Después de más de dos años de lidiar con ese diagnóstico y entender muchas más cosas de las que había entendido hasta entonces, revertí por completo la pre-diabetes, con estudios en mano pude corroborar que la conciencia corporal es la base para sanar.

Ahora que estoy en este camino sin retorno de la conciencia corporal, mi relación conmigo misma, con mi cuerpo, con lo que como, con el movimiento, con la respiración y con todo mi entorno ha cambiado. Aprendí a darme cuenta de las sensaciones que percibo, los mensajes que me da mi cuerpo. Con la formación aprendí los nombres de cada parte de mi cuerpo, la forma en que funcionan en conjunto, las formas en que enferman y por qué enferman, la importancia de la postura en nuestra salud, la importancia de la respiración, del sueño, de la alimentación, del movimiento, de la hidratación.

Pero uno de los aprendizajes más transformadores es cómo las cosas que hacemos todos los días, esas pequeñas y -aparentemente- insignificantes, son las que construyen el futuro de nuestra salud, la forma en que envejeceremos. Son las que determinarán si seremos unas ancianas atadas a una cama y a los cuidados de alguien más, o unas ancianas activas, independientes y plenas. Esas pequeñas cosas a las que no prestamos atención porque hacemos automáticamente. Y ahí está lo vital de la conciencia. Si no notamos que algo anda mal, nunca podremos empezar a actuar a tiempo. Si no notamos qué es lo que hacemos que nos está dañando, ¿cómo podríamos cambiarlo?

Entonces pensé que quizá muchas, como yo, tampoco quieren envejecer con enfermedades y dolor, tomando cientos de fármacos y pasando sus días entre consultorios, dependiendo de los cuidados de alguien, sin poder hacer las actividades necesarias para sobrevivir. Que quizá tú tampoco quieras vivir enferma, tomando medicamentos para los efectos secundarios de los otros medicamentos y soportando los efectos secundarios de los medicamentos para los efectos secundarios. Este trabalenguas absurdo, que es la realidad de la mayoría de las personas mayores actualmente, se va a ir haciendo más absurdo y más complejo a medida que nuestras condiciones de vida son mucho peores que las de nuestras ancestras y ancestros. Y pensé que también que quizá muchas como yo al inicio no cuentan con una guía, no saben por dónde empezar ni qué hacer, que quizá se pierden entre el mar de información que existe en redes sociales, dietas, ejercicios o movimientos que prometen ser la panacea, pero no sabemos si nos servirán. Y no podemos saberlo si desconocemos cómo estamos, de dónde partimos, qué necesitamos. Ese conocimiento primigenio es lo que he aprendido durante estos siete años y eso es lo que quiero compartir contigo. Ser tu guía para que te conviertas en tu propia maestra y no necesites estar en una etapa avanzada de una enfermedad para que te mediquen. Para que sepas qué te está causando el malestar antes de que sea grave, para que sepas escuchar a tu cuerpo y darle lo que te está pidiendo, atender tus necesidades para estar bien. Para que nunca más un médico te diga un nombre que no entiendes y le creas que tienes una contractura cuando quizá tienes otra cosa -no un derrame pulmonar, espero-.

Porque sin ese punto de partida estamos perdidas y tenemos que confiar nuestra salud -nuestra vida- a otra persona. ¿Quién puede tener más interés en nuestra salud y nuestra vida que nosotras mismas? Entonces, necesitamos estar capacitadas para entender nuestro cuerpo y nuestra salud. Porque también eso es la base para pedir ayuda cuando es necesaria, y para poder participar activamente en nuestro proceso de sanación, no como pacientes (que viene del latín patientis, sufrir o soportar) pasivas. Saber identificar qué es lo que me está pasando, también a nivel emocional, porque recordemos que cuerpo y mente no están separados, es el primer paso para sanar. Saber que tengo distensión abdominal y no una infección. Saber qué alimentos me la causan y qué estados emocionales. Saber que antes de mi ciclo menstrual necesito dormir más, y no es que tenga una enfermedad rara. Que mi migraña detona cuando estoy estresada, específicamente por resolver un problema que requiere pensar mucho. Que si estoy deshidratada o desvelada es una jaqueca, que se siente diferente. Que si siento a penas una punzada en la sien, los masajes de acupresión me pueden evitar la crisis de migraña, pero si ya tengo dolor extendido hacia los costados sólo una pastilla puede quitármela. Y saber, entonces, como evitar llegar al punto en que necesito un fuerte fármaco que sé que daña mis riñones.

Sé que en este momento ya entendiste mi punto. Quiero cerrar diciendo que mis años de activismo feminista están más presentes que nunca en este momento, porque entendí que si hay una forma de transformar profundamente la vida de las mujeres, es a través de la conciencia corporal, que es crucial para mejorar nuestra salud. Sin salud no hay nada más. Cuando estamos enfermas, sé que lo sabes, todo lo demás pasa a segundo plano. Porque sin salud no se puede hacer nada. No se puede vivir. La salud es uno de los pilares fundamentales del bienvivir. De este modo, compartir los saberes que me han ayudado a ser el pilar principal de mi propio bienestar, es mi mejor forma de activismo feminista. Quiero seguir transformándome y sanando, porque esto es un camino permanente, y quiero acompañarte en tu proceso de convertirte en tu propio pilar de la sanación: del bienvivir.