El accidente

Capítulo 2. Urgencias

Tras largas horas (que debieron ser unos veinte minutos) en las cuales sentí hasta el más mínimo bache sacudiendo de dolor todo mi cuerpo, llegamos al hospital. Pensé, entre el dolor y el miedo, que por fin la pesadilla había terminado, ahora sí. Cómo iba yo a saber que esa pesadilla en realidad estaba apenas comenzando. Entre mis gritos ahogados de dolor por cada sacudida de la camilla que me hacía sentir deshacerme, la bajaron y la metieron al área de urgencias. Habiendo cumplido su labor, me dejaron ahí, recostada, agonizando. Vi de reojo que mi hermana bajó de la ambulancia, su cara estaba descompuesta, sus ojos abiertos, atónitos, su mandíbula desencajada. Entré a una sala con enormes lámparas blancas que me deslumbraban. De aquí en adelante lo único que podía ver en mi campo de visión era el techo y lo que quedara de la camilla hacia arriba. Llegaron múltiples personas con bata, clavaban sus ojos en mi cuerpo (pero nunca en mi rostro), veía sus caras mirándome desde arriba, algunas indiferentes, otras horrorizadas. Tras retirar la sábana azul para poder verme mejor, yo me encontraba, por supuesto, totalmente desnuda de ropa y de piel. Hablaban rápido y yo no entendía lo que decían, me sentía aturdida, sus voces eran como sonidos absurdos que taladraban mi cabeza que, por supuesto, me dolía.

Una radiografía, tal y cual estudio, palabras técnicas, casi en clave, como si desearan que yo fuera incapaz de entender de qué hablaban, que yo no pudiera comprender qué le había pasado a mi cuerpo y qué le iban a hacer para intentar repararlo. Prontamente acercaron agujas a mi brazo, a mi otro brazo, las clavaron con rapidez y sin mirarme. Llegó apresurado un doctor acompañado de más gente, alcancé a ver que sacaban unas botellas llenas de líquido. Acto seguido, sentí un dolor que me dejó helada, que me recorría en oleadas de tortuosas sensaciones, un ardor insoportable, como si estuvieran quemando mi pierna con un soplete, pero frío, muy frío y que carcomía mi cuerpo. Grité ahogada y desgarradoramente. El médico me miró serio “’¡No grites, no grites! ¡Si sólo es agua!” Por un instante me callé, tuve miedo porque pensé que quizá, como yo tenía las vísceras expuestas, si gritaba podía morirme. Una enfermera se apresuró a mi lado izquierdo, me tomó la mano, la apretó y me dijo dulcemente: “Grita todo lo que quieras, grita, no te calles”. El médico no estaba cuidando mis vísceras, sólo estaba intentando que mis gritos no lo perturbaran ni lo molestaran. En realidad, mis gritos no salían de mi garganta por una orden consciente de mi cerebro. El aire, al pasar por mi laringe se convertía en gritos desgarradores sin que yo tuviera ninguna incidencia en ello, nunca me había sucedido esa sensación del grito automático, inevitable.

Mi cuerpo entero temblaba. Empecé a sentir ese desamparo que me acompañaría durante todo el tiempo en el hospital: yo no tendría, a partir de ahí, ningún control sobre mi cuerpo y sobre lo que a él le hicieran. Eran ahora ellos los dueños de mí, los responsables, los que tomaban decisiones. Recuerdo claramente el momento en que me sacaron la radiografía del brazo y de tórax. Tuvieron que meter debajo de mi espalda una placa de metal frío y duro, para ello, por supuesto, tuvieron que moverme y girarme. Yo no entendía, para ese entonces, cómo es que yo seguía siendo una, cómo no me había partido en dos, como es que la mitad de mí que estaba claramente deshecha, no se había escurrido hasta el suelo y abandonado la otra mitad de mi cuerpo. Cada que me movían sentía como mi lado derecho temblaba sin tregua, sin control, mientras el dolor me carcomía y la sensación de estarme desbaratando no me abandonaba. “Por favor, un analgésico” suplicaba despacio, ya casi sin ninguna esperanza de recibirlo. Nadie me respondía siquiera, seguían hablando como si lo que estuviera frente a sus ojos no fuera una persona, sino un objeto roto al cual reparar. En algún momento, vi a mi hermana acercarse. Me tomó la mano, empezó a acariciarla con su dedo pulgar. Me miraba con una tristeza y una angustia que jamás había visto en un rostro, pero también con infinita ternura. El solo sentir su mano hacía que yo me sintiera fuerte, que el miedo mermara, que el dolor pareciera más dolor y menos esa sensación indescriptiblemente hórrida. El simple hecho de que me mirara a los ojos me hacía sentir humana de nuevo, me llenaba con una tibieza que aligeraba por efímeros instantes mi desamparo.

En algún momento la llamaron, le dijeron que debía irse. Me dijo “Aquí estamos, todo va a estar bien…” sin dudarlo, le pregunté con ansias “¿Me lo prometes?”. Muda, me dijo con sus ojos que no podía hacer eso. Insistí “Por favor, prométeme que todo va a estar bien”, como si esa frase fuera lo único que yo necesitaba para sobrellevarlo todo, para sobrevivir. “Sí, te lo prometo” dijo con mientras un par de enormes lágrimas resbalaban por sus mejillas. En algún momento, volvió a acercarse y me dijo: “Todo va a estar bien, pero esto va a ir para largo, tienes que ser paciente”. “¿Cuánto tiempo?” le pregunté ansiosa. “Yo creo que un mes” me dijo como disculpándose, con tristeza y pena en su rostro. “Está bien”, le dije “un mes está bien”. Pensé que sería espantoso, que un mes es demasiado tiempo, que yo quería ya irme a mi casa y seguir con mi vida, caminar, mirar el pasto, no sentir dolor, que todo siguiera como antes. Pero que iba a soportarlo, que podría soportar un mes porque quería vivir, que iba a dar todo de mí para sobrevivir, para recuperarme. La sala de urgencias se vació. Los potentes focos de luz blanca me cegaban. Yo tenía frío, temblaba de dolor y de miedo. Sentía mi corazón golpeando mi pecho, como si quisiera decirme algo con el estruendo de sus tambores. Pero yo estaba fuera de mí. No podía pensar y al mismo tiempo pensaba tantas cosas que se me arremolinaban y no tenían sentido ni cauce, mis pensamientos eran una masa irreconocible de miedos y dudas revueltas, en lugar de pensamientos. Escuchaba voces y pasos a lo lejos. Nadie. Para ese entonces yo ya no podía alzar la cabeza para mirar mi cuerpo, con el collarín, el brazo roto y la pierna deshecha no podía mover prácticamente nada de mi cuerpo. Saberse desamparada, vulnerable, inmóvil, sintiendo que la vida se te está escapando a cada segundo, que el dolor te desgarra y que no puedes hacer nada por ti, moverte, levantarte, sanarte, es una sensación que jamás se olvida. No sé cuanto tiempo pasé con mi cuerpo tendido, abierto, desnudo e inmóvil, en una sala con luces cegadoras. En algún momento, pasó una enfermera: “Tengo mucho frío, por favor…” Me acercó una de esas sábanas de tela semi plástica cuyo olor hoy en día recuerdo con claridad. Me cubrió ligeramente el pecho. Se alejó rápido. Empecé a desesperar, yo estaba ahí tendida, desnuda, con el cuerpo abierto de par en par, con un dolor insoportable, y nadie hacía nada. Yo pensaba “Por favor, por favor, que ya me pasen al quirófano, que me pongan anestesia, por favor…”. En algún punto pasó una mujer, le dije “¡Señorita!” me miró, preguntando qué pasaba. “Sabe por qué no me pasan todavía a quirófano, ya pasó mucho tiempo…”. Me dijo, casi sin mirarme “Están revisando si pasa la tarjeta de crédito de tus familiares, si tiene fondos, antes de eso no te van a pasar”. Me quedé muda, atónita. Eso que una siempre sabe pero que verlo en su cara resulta siempre inverosímil. ¿Por qué, por qué me dijo eso? Si bien es cierto, yo no necesitaba escuchar que, si mi familia no juntaba dinero, me dejarían morir ahí. Mi corazón palpitaba rápido, me sentía desamparada, sola, desahuciada, aterrada. Después de un tiempo se acercaron de nuevo muchas personas, entonces dijeron “Esta va para quirófano” y empezaron a mover mi camilla. “Por fin” pensé aliviada. Miraba, en el techo, la serie de luces blancas que siempre colocan en las películas, una, otra, otra, otra, todas iguales, cegándome, sucediéndose rápidamente sobre mi cara, como marcando el sendero hacia un lugar incierto, terrorífico y a la vez esperanzador. Una vez adentro, los círculos de luces que parecen reflectores me caían en la cara, un frío inmenso inundaba toda la sala de operaciones. No sé cuánta gente había ahí, solo recuerdo, como siempre con claridad, cuando me pasaron a la cama -que es en realidad una plancha de metal- angostísima, sentía constantemente que me iba a caer, sentí como mi piel colgaba por los lados, causándome un dolor insoportable. Es increíble como el dolor no deja espacio para ningún otro sentimiento ni para ningún otro pensamiento. De inmediato varias personas se acercaron a mí, me colocaron una mascarilla, electrodos, algo en mi dedo, en mi brazo, más y más cosas mientras yo, mareada, empecé a cerrar los ojos, que me pesaban cada vez más. Después de todas esas horas, llegaba por fin el momento, efímero, por lo demás, en que dejé de sentir dolor, en que dejé de ser consciente de todo lo que pasaba, en que dejé de sentirlo todo en tiempo real. La anestesia comenzó a hacer efecto y me quedé dormida, por fin, dormida.

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