El juego, el espacio público y el patriarcado
Fecha de publicación original: 4 de mayo de 2018
Una puede hacer análisis social en cualquier rincón donde se encuentre. Sólo basta observar el entorno y cualquier categoría social que hayamos aprendido en la academia o en cualquier lectura o curso, puede aplicarse.
Por ejemplo, miremos cómo juegan los niños en los espacios públicos. Ellos se apropian, desde bebés saben que el mundo entero (las mujeres incluídas) les pertenece. Gritan, corren, se suben, empujan a otras personas sin pudor, se meten donde se encuentra prohibido el acceso, mojan a otras personas, les lanzan la pelota en la cara sin ninguna sanción.
A las niñas, en cambio, se les castiga todo uso del espacio público constantemente, cada segundo hasta que aprenden (aprendemos) que el mundo no es nuestro sino de ellos. Que estamos tomando prestado el espacio público. “No seas grosera, cállate, siéntate, estáte quieta, quédate aquí, no te subas ahí, no te bajes, no corras, no grites, cállate, estáte quieta, cállate…”
Ayer miraba con atención a esos niños que jugaban con pistolas de agua, lanzando su chorro a toda presión entre ellos, mojando y molestando a otras personas, adultas e infantes, presentes en ese mismo espacio público. Mojaban la ropa y las mochilas de otras personas, su papá lo veía, se reía, les festejaba. Pateaban, empujaban, y cuando alguna incauta se atrevía a llamarles la atención, ni siquiera se disculpaban, la miraban de reojo y seguían en lo suyo.
En ese mismo momento, un grupo de niñas jugaban ¿adivinen a qué? No a la guerra, que es el lenguaje que los hombres inventaron y a la vez el único que entienden (también por eso me da roña cuando las mujeres, en particular las feministas, actúan desde esas lógicas de alianzas, enemigos, facciones: eso es simplemente la guerra, o sea, la política patriarcal que replicamos tantas veces si siquiera notarlo). Las niñas jugaban a ser la mamá con sus hijas. Ella, de unos 7 años, les decía a las otras dos, de unos nueve: “Hija, ya vente a bañar, tengo que darte de cenar para que ya te duermas”. En su juego tranquilo, replicador de la feminidad como trabajo doméstico esclavizado, aún así eran reprendidas. Su papá le dijo: “¡Ya cállate, te pareces a tu mamá enojona y regañona!”. La niña, seria, le dijo “Pero estamos jugando, papá”.
Los niños jugaban a disparar y matarse, se perseguían bruscamente, gritaban, su mamá y papá les festejaban, les hacían caso, les decían “Qué valiente. Ven, guapo, cuidado, no te vayas a caer”.
Varias veces, niños de diferentes edades nos dieron alguna patada o salpicón en la cara a D y a mí. Jamás se les ocurrió pedir siquiera una disculpa. En cambio, aquella adorable niña que retozaba en las heladas aguas de la playa y que al correr salpicó la espalda de R, quien gritó por el frío, se apresuró a decirle, apenada: ¡Desculpe! ¡Está muito gelada! Mientras sonreía, buscando empatía. R le sonrío de vuelta y le dijo que no se preocupara.
Nosotras sabemos que estamos tomando prestado un pedacito del mundo, ellos saben que les pertenece.
Y esa categoría social de la apropiación, del patriarcado, la podemos ver en cualquier rincón donde miremos. En realidad no es necesario rebuscar mucho ni poner demasiada atención. Quizá eso es lo doloroso. Y sin embargo, qué alegría no haber sido educada en el lenguaje de la guerra, sino del diálogo. Qué alegría encontrarse con una niña que busca empatía y buscarla también con otras mujeres.