Bien-estar
Poco a poco voy aprehendiendo, con cada célula y cada sensación, que no necesito vivir en un paraíso perfecto para construir lo que quiero y necesito para mi bienestar. No puedo pisar la arena y las piedras porque a mi alrededor todo es cemento, no puedo mirar al horizonte porque los edificios fragmentan y limitan el paisaje, no puedo recibir el sol en toda mi piel porque las leyes de la moral dicen qué partes de mi cuerpo -y casi todas- deben estar siempre cubiertas. No puedo ver el atardecer porque a esa hora va una ensardinada en el metro. Pero puedo, todos los días, recibir con los ojos y la piel el amanecer que fluye entre cada resquicio para colarse a pesar de las columnas grises. Puedo, cada que lo necesito, mirar hacia arriba para ver un pedacito de nube blanca resplandeciéndome. Subir a la azotea para sentir el viento que anuncia una nueva tormenta. Estirar el cuello para mirar la luna llena guiñándome su reflejo. Ver más allá de mi nariz y darme cuenta que hay aves, árboles, flores y mariposas, en cada centímetro hay un bichito, una planra, un hongo o una bacteria haciendo su labor en esta tierra. Puedo respirar, y aunque haya smog en todo el aire, sentir que mi cuerpo es tan sabio como para obtener el oxígeno que me alimenta y me da todo lo que necesito. Tengo todo lo que necesito para estar viva, y sobre todo, tengo la capacidad de observar. Sólo así puedo asombrarme, darme cuenta de la maravilla que es estar viva, en el momento que esté, y en el lugar en el que esté, siempre hay algo maravilloso de lo cual asombrarme. Gracias por estar viva.