Mi historia
Soy Nadia Rosso, nací en la Ciudad de México a finales de la década de los 80’s. Solía presentarme, dependiendo el lugar y el momento, diciendo que soy docente, feminista, lesbiana, lingüista, antropóloga, pedagoga y en proceso de ser maestra de yoga. Pero en realidad, esto se trata sobre el (mi) camino permanente de sanar, este camino que me ha hecho ser quien soy, en lo más profundo de mi ser, y mucho más allá de lo que estudié o a lo que me dedico. La conciencia de que esta vida es ese camino empezó, de manera abrupta, el 18 de mayo de 2018, alrededor de las 6:30 de la tarde, cuando me atropelló un tráiler. Y aunque ese evento me cambió la vida, y aunque por momentos yo ya no sabía quién era, nunca dejé de ser yo. Siempre he buscado entender mi entorno, entenderme a mí, buscar la libertad y compartirla con otros seres. Ese evento sólo dio un giro a esa búsqueda, porque comencé a descubrir realmente quien soy: entendí que sin sanar, no se puede caminar hacia ningún lado. Y empecé a entender que el aprendizaje sólo se da a través de la experiencia, y solo experimentamos con el cuerpo. Podemos tener muchas ideologías: ser feministas, anticapitalistas, antiespecistas, anarquistas… pero si no somos capaces de sentir(nos), de escuchar(nos), nunca podremos ser conscientes de las heridas que llevamos dentro, ni darnos cuenta de qué las ha causado. Esas heridas vienen de todas las violencias que vivimos estructuralmente desde que nacemos, y se extienden en todos los ámbitos: intelectualmente yo puedo entender a fondo los sistemas de opresión, pero no es hasta que siento de qué manera cada uno de ellos se encarna en mi cuerpo, en las maneras en las que me muevo, actúo, siento y me relaciono conmigo misma, no puedo revertirlo, y entonces me siento desamparada, pensando que no hay nada que pueda hacer contra ese monstruo.
El que me atropellara un tráiler mientras yo pedaleaba mi bicicleta es una metáfora: el tráiler, ese gigante gris de metal y petróleo es la encarnación del capitalismo que sólo busca maximizar ganancias, recorrer grandes distancias llevando grandes cargas de mercancía inútil, ahorrando dinero en ponerle más espejos para que el chofer vea mejor y ahorrando tiempo haciéndolo circular en un horario que no está permitido, contaminando por doquier con tal de llevar basura plástica para ser consumida prontamente. Ese tráiler que circula entre nuestras calles sin pedir permiso, imponiendo su enormidad, me atropelló. Casi se lleva mi vida, casi se lleva mi capacidad de caminar. Y ese machacamiento (llamado así en el lenguaje médico) es una metáfora de la forma en que el sistema nos aplasta, en especial a las mujeres, en especial a algunas mujeres. El dolor físico no es diferente al dolor emocional. Todas las mujeres cargamos dolor emocional por todos los atropellos que vivimos. Y entonces entendí que sanar el cuerpo y sanar las emociones son parte de lo mismo. Van juntas. Entonces entendí que no hay separación entre mi cuerpo, mi mente, mis emociones, mi yo no está fragmentado. Así como el sistema no está fragmentado y esto que me pasó no me pasó solo a mí, no fue un accidente aislado, un evento desafortunado que tuve la desgracia de vivir. Es solo parte de una continuidad de lo que está pasando en este universo. Y fue una alarma para que yo despertara. Para que buscara y encontrara las diferentes maneras de sanar. El sanar del cuerpo me permitió sanar heridas emocionales que llevaba cargando toda la vida. Y sanar las emociones también ayuda a sanar el cuerpo: a sanar todas las enfermedades derivadas de ese dolor guardado que soportamos en silencio. Necesitamos poder ver, sentir, reconocer y aceptar nuestras heridas, sobre todo las invisibles. Para eso, es importante saber que no estamos solas, que no somos las únicas porque este atropello es universal. Pero tampoco estamos solas en el camino de sanar: millones de personas, en todas las latitudes y en todos los tiempos, se han preguntado y han experimentado, han encontrado formas. La sabiduría está ahí, hay que buscarla, encontrarla y darnos cuenta de que esa sabiduría también estaba en nosotras: en esas intuiciones, en esas ideas que pensábamos exóticas, y que cuando encontramos la enorme genealogía de pensamientos, ideas, sentires, reflexiones y acciones que nos preceden y que están en la misma línea, nos damos cuenta de que estábamos en lo correcto. De que esta sabiduría tiene un fundamento profundo en la experiencia, en la observación.
Mi primer paso para sanar fue expresar. Poner en palabras el torbellino de emociones que me abrumaban. Después escuchar a las otras, sabernos acompañadas, entendidas. Mirar la imagen que el reflejo me devolvía. Y al mismo tiempo, poco a poco, volver a sentir. A conectarme con todas las sensaciones y emociones que me habitan, y que me hablan. El cuerpo habla, y aunque nos han enseñado a silenciarlo, nunca ha dejado de hablar. Hay que recordar ese lenguaje ancestral que sabemos hablar y que es el lenguaje del cuerpo.
Y eso es lo que hago ahora: hablo para sanar, hablo para ponerle nombre a mis heridas, para entenderlas, pero sobre todo, para compartirlas. Porque sé que no estoy sola y quiero que tú también sepas que no estás sola. Quiero que me escuches, que me leas, pero también quiero escucharte y leerte. Compartir este camino y saber que nunca hemos estado solas. Antes hubo, y después habrá, una enorme comunidad de mujeres que despiertan, que saben, que experimentan y comparten el camino permanente de sanar. Que el silencio nunca más apague nuestra posibilidad de sanar.