Sanar

La enfermedad y los accidentes como castigos

n el pensamiento judeocristiano, patriarcal, existen los castigos. La enfermedad, los accidentes y las desgracias son vistas como castigos. Esto implicaría que hay un ser superior atento a castigar, por supuesto, un padre voyeurista, sádico y autoritario. Es difícil desmarcarnos de ese pensamiento en el que hemos sido criadas, directa o indirectamente (aunque no hayamos tenido una educación religiosa, vivimos en una sociedad judeocristiana en la que esas ideas permean toda la cultura, toda).Pues bien, los accidentes y las enfermedades no son un castigo. Lo cual tampoco quiere decir que no tienen causalidad. La mayoría de las enfermedades son causadas por factores sociales, lo cual también nos explica por qué las enfermedades tienen género, clase y raza. Son resultado de la exposición a agentes externos, tanto químicos tóxicos resultados de la producción capitalista, como deficiencias nutricionales provocadas por la precarización económica, como por la violencia sistematizada a las que estamos expuestas las mujeres. Y así un largo etc. Hablo de enfermedades orgánicas, corporales, y también de “enfermedades” mentales, que en realidad, son del mismo tipo (¿dónde está nuestra mente, si no en nuestro cuerpo?).Quiero decir que yo tengo enfermedades crónicas y también soy sobreviviente de un accidente que me dejó secuelas. Por ahí he escuchado que el accidente fue un castigo o una prueba. Como no creo que exista un señor todopoderoso y sádico que disfrute poner castigos o pruebas, les diré lo que sí creo de mi accidente y de los accidentes en general. Hubo causas, por supuesto. Una de ellas, la falta de infraestructura ciclista. Otra de ellas, la ausencia de “cultura vial”. El que las empresas no quieran gastar dinero en acondicionar sus tráilers para que tengan suficientes espejos y aditamentos de seguridad para que tengan mayor rango de visión y no manejen medio a ciegas. Que el trailero no me vio. Hay más causas que también explican por qué sigo viva. El día y la hora, la afluencia, la gente que vio el accidente y le gritó al trailero que se detuviera. Que él no fuera tan distraído o con la música tan fuerte como para no escuchar a los transeúntes gritarle. Que decidiera, efectivamente, detenerse. Hay causas que explican por qué yo, en la centésima de segundo entre que sentí el golpe del tráiler que me tiró al piso, y que me arroyara, no pude reaccionar, rodar, alejarme da las llantas y salvarme de la tragedia. Por ejemplo, que yo estaba muy cansada, ese viernes después de una semana laboral en la que además estaba cuidando a mi madre, planeando la mudanza de mi pareja, y muy tensa porque mi ex esposa no quería darme el divorcio y ponía trabas, exigía verme en una audiencia. Estaba atareada, preocupada, abrumada. Y también emocionada porque me gustaba mucho mi nuevo trabajo y mi nueva vida. Todo eso forma parte de las causalidades. Y yo pude haber visto el accidente como un sabotaje de ese supuesto señor, o una prueba, o un castigo porque yo no merecía ser feliz después de haber sufrido tanta violencia. Sin embargo, quiero decirles algo, y es algo muy mío que no tiene por qué aplicar a nadie más: pero el accidente fue un regalo. No lo pedí, no lo quise y no se lo desearía a nadie. Y ese regalo no es por el dolor, ni por el sufrimiento mío y de mis seres queridas. Ni por los gastos, deudas y secuelas. Pero sí por el aprendizaje. Aprendí cosas que de ningún otro modo hubiera aprendido, y soy otra persona, una persona más feliz, más plena, llena de gratitud, de conciencia de mí y de mi entorno, también soy mucho más sensible y más sabia. Por supuesto, el estrés postraumático deja secuelas emocionales, pero estar aprendiendo a lidiar con ellas me ha hecho mucho más fuerte.

Primero que nada, sentí el infinito amor que tantas personas me tienen, el apoyo incondicional, las sólidas redes que tengo en mi vida. Acercarse a la muerte tiene un efecto transformador, en mí pero también en todos mis vínculos. Recibí palabras y acciones que me conmovieron infinitamente, vi de manera descarnada y sin máscaras el amor y el cariño que tengo el honor de recibir desde hace tanto tiempo. Retomé y reconstruí vínculos que habían sido rotos a raíz de la violencia, aislamiento y difamación que viví por parte de mi ex. Reforcé vínculos que ya eran esenciales en mi vida, pero que ahora sé indestructibles. Dejé de preocuparme de cosas que no valen la pena. Dejé de temer decir lo que siento, sea bueno o malo, y dije los tequieros y los teamos que tenía alojados en el pecho desde hacía tiempo. También los recibí de vuelta. Aprendí que soy increíblemente fuerte y resiliente. Conocí mujeres con la misma fuerza y resiliencia que ahora acompañan mi camino y me nutren de una manera indescriptible. Aprendí que todas las mujeres que han acompañado mi paso en esta vida, han sido enormes maestras. Que gracias a todas ellas estoy viva y en pie.Aprendí a sentir enorme placer por las cosas más cotidianas, como sentir el viento, mirar el sol, escuchar las aves y el sonido de las hojas, tomar un baño tibio, sentir la esencia de un té, saborear despacito un chocolate, acariciar a la gati y a la perri, charlar con mi hermana y mi mamá, escuchar a las amoras compañeras de vida, mirarlas reír, sentirlas tan cerquita. La dicha que es dar un paso y luego otro, sentir los músculos moverse y el cuerpo funcionar. Aprendí a cuidarme como nadie, a quererme como nadie y a amar la vida como nunca antes. Aprendí a abrazar el miedo, el dolor, la tristeza, el enojo y la alegría por igual. Aprendí el abrazo que es el llanto, lo necesaria que es la rabia y la energía que viene de la alegría. Aprendí a ser paciente, porque todo lo que vale la pena toma tiempo. Aprendí a estar agradecida por todo, todo, todo lo hermoso y maravilloso que hay en el mundo y en mi vida. Aprendí a convertir la indignación en acción amorosa. Aprendí a no tomarme las cosas personales, porque la gente hace lo que puede como puede, y muchas veces lo que le hace a otras se lo está haciendo a sí misma. Aprendí a seguir de largo cuando alguien me daña, y a darme cuenta, a los pocos pasos que dejé atrás, que en realidad no pueden dañarme.

Aprendí que si sobreviví a años de abuso emocional y si sobreviví a un tráiler, puedo sobrevivir a tanto más. Aprendí, sobre todo, a no tenerle miedo a la muerte. Aprendí a valorar cada día, sea hermoso o sea tremebundo, porque cada día es un ladrillito que nos va haciendo quienes somos. Y aprendí también que, aunque piense que he dejado de ser yo, sólo estoy en un escalón más hacia ser quien verdaderamente soy. Todo lo terrible, así como lo maravilloso, me han traído a este lugar en donde me gusta quién soy, me gusta mucho más que ayer, y sé que mañana me gustará aún más.

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