Capítulo 3. Cuidados intensivos
Abrí los ojos. Estaba en una pequeña sala de paredes blancas y una cortina azul claro. Lo primero que escuché fueron pitidos, rítmicos, intermitentes, imparables. Luego, el silbido del oxígeno corriendo por los tubos que llegaban a mi garganta. Un aparato que apretaba y soltaba mi pierna, recorriéndola de abajo hacia arriba y de nuevo, una y otra vez. Otro que apretaba fuertemente y luego soltaba mi brazo, después de hacer un pitido, para repetir la misma operación minutos después. Un peso insoportable sobre mi brazo derecho. Más pitidos, estos un poco menos robóticos. Volví a cerrar los ojos, a escuchar todos los sonidos desde lejos, como si yo no estuviera ahí. El techo era blanco, las paredes eran blancas, las sábanas blancas, el barandal de la cama blanco, las persianas blancas, la luz blanca, los vendajes que cubrían mi brazo, blancos. Todo un escenario vacío. Nadie. Me acompañaban bolsas de suero, una bolsa llena de sangre que desembocaba en mangueras que entraban a mis venas que, honestamente, miraba con cierto horror. Abrí los ojos de nuevo al sentir una presencia. Una enfermera entraba apresurada, miraba las bolsas de suero, las mangueras, los monitores, se iba de nuevo apresurada. Cerré los ojos, me sentía mareada, aturdida. Pero sabía perfectamente dónde estaba y sabía perfectamente por qué. Al cerrarlos, apareció el tráiler frente a mí, girando. Yo frenando, el golpe, la confusión, el dolor, el miedo, la sensación de que nada iba a ser igual de nuevo. Los abrí rápidamente. Sentí mi corazón acelerarse y escuché un aparato que me lo confirmaba con sus pitidos más acelerados que antes, sentí una oleada de sudor en todo el cuerpo. Todo esto estaba pasando, había pasado realmente y ahora yo estaba aquí. Me sentía extraña, como viviendo una película, un sueño que no era realmente mi vida, esta no era yo. Y sin embargo sentía una tenue tranquilidad, por fin estaba en una cama de hospital y no debajo del sucio tráiler, tendida en el pavimento y rodeada de extraños.
En algún punto, vi moverse la cortina azul claro. Apareció mi hermana, con cubrebocas, guantes, una bata blanca con azul. A penas podían verse sus ojos que asomaban sobre el cubrebocas. Sentí una paz increíble al verla, una alegría inconmesurable. La saludé. “¿Cómo te sientes?”, me preguntó de inmediato. “Bien, un poco mareada. ¿Qué es esto?” le pregunté mirando mi brazo. De reojo se veían unas varillas grandes cubiertas por una venda, pesaban insoportablemente, me impedían mover el brazo y por supuesto, dolían increíblemente, como todo lo que sucede dentro de un hospital. “Es para tu brazo, se rompió”. Se acercó, me besó la frente, me tomó la mano. Me dijo: “Ya llamé a Selene. Charo ya sabe, ella le dijo”. “Gracias” le contesté casi sin voz, preocupada por la preocupación y el dolor que ellas iban a sentir al enterarse. Pensé que Charo iba a querer venir, adelantar su viaje, gastar más dinero, dejar sus cosas, imaginé que saber del accidente de alguien amada que está lejos debe ser frustrante y desesperante, me invadió una mezcla de tristeza y rabia saber que yo iba a provocarle tal desazón. Después, de forma pausada, empecé a contarle a mi hermana cómo había pasado todo. Le relaté con lujo de detalles las sensaciones, el miedo, lo que se siente pensar que es el último día de la vida de una. Que cuando estaba segura de que me iba a morir, vi el rostro de mi abuela, sonriéndome, que le dije que iba a estar con ella y eso fue lo que me dio mucha paz. Lo que se siente que todos tus tejidos estén destrozados y caigan sobre tu brazo, húmedos, calientes y dolientes. Lo frágil y a la vez fuerte que es el cuerpo. Se lo conté como si relatara una película, incluso con cierto humor ácido. Después le dije que a amaba. Me dijo que todo estaría bien. Sentía mucha incomodidad, dolor y hambre, pero estaba contenta. Contenta de ver a mi hermana, contenta de estar viva, contenta de estar en el hospital porque, claro, en el hospital ya nada puede salir mal. O eso pensé, ingenuamente, en ese momento. No pudo estar mucho tiempo, en cuidados intensivos hay reglas muy estrictas con respecto de las visitas. Así que después de unos minutos salió para que diera tiempo a que entrara alguien más. Entró mi madre. Mi tía Mari, mi papá. No recuerdo el orden, ni el tiempo. En esos momentos todo era flotante e intangible, quizá eran los analgésicos, quizá el golpe en la cabeza, quizá el shock. Pero fueron momentos muy breves e intensos en los que ver sus caras, sus caras familiares y amadas, con sentir su presencia y escuchar su voz yo sentía que nada podía salir mal. A cada una de ellas les conté con detalles todo lo que pasó en el accidente. Como si revivirlo una y otra vez lo hiciera, eventualmente, irse. Después de las breves visitas, muchas horas de soledad. Dormitaba constantemente, pero no podía dormir profundamente. Estaba incómoda, tenía dolor y en mi cerebro pasaban tantos pensamientos como imágenes, todo era una vorágine. A veces me pasmaba. Todo esto era real y yo necesitaba procesarlo mirando algún punto inexistente en el espacio, escuchando los pitidos y sintiendo cómo me raspaba el tubo que entraba por mi nariz. Mi tía me dijo: Qué bonitos ojos tienes. Mi mamá me dijo: nunca había notado que tienes unos ojos tan bonitos. Quizá eran los ojos de alguien que había nacido otra vez, que tenía gratitud y esperanza. Quizá. Después de no sé cuánto tiempo, apareció Selene detrás de la cortina. “¿Estoy soñando?” Le pregunté, con una sonrisa agridulce. “No”, me dijo. “Estás aquí, Cari”, le dije sonriendo, con un nudo en la garganta. “Claro que estoy aquí. Vine en cuanto me enteré”. Me parecía hermoso y mágico que toda la gente que amaba estuviera cerca de mí, que la gente esencial en mi vida estaba aquí. Le conté a ella también todos los detalles, reímos, como siempre, de algún chiste ñoño como nosotras, me sentí acompañada y feliz. También se fue. Me sentía tan sola cuando no había nadie, era una sensación desconocida para mí, que tanto me gusta estar sola. El blanco tan blanco del cuarto, los pitidos tan robóticos, las sensaciones repetidas una, tras otra, hacían que el tiempo se sintiera interminable, o más bien inexistente. Me dolía la cabeza sutilmente, sentía que mi pensamiento era lento y pausado. Sentía una serie de dolores difíciles de describir y de localizar. No podía moverme ni podía dormir. Trajeron otra bolsa llena de sangre, la conectaron a las mangueras que hacían de extensión de mis venas “si empiezas a sentir comezón, mucho calor o cualquier otra sensación extraña, nos llamas de inmediato” me dijo la enfermera esa frase que se volvería rutinaria después de la veintena de transfusiones que recibiría después. Miraba la sangre acercarse lentamente a mi vena, la sentía entrar por mi vena. Cerré los ojos. Estaba viva. No sabía qué iba a pasar después, pero estaba viva y me sentía increíblemente feliz. Todo lo que hubiera que vivir de ahora en adelante lo atravesaría con toda la voluntad y energía para salir adelante. Era fácil ser optimista el primer día de ver la luz después de pensar que sería el último día de mi vida. Era el primer día del resto de mi vida.