Capítulo 13. La muerte
Mes y medio antes de que me atropellaran, murió mi abuela materna, mi ancestra, mi raíz. Mi abue, ella que vivía en el departamento de abajo y siempre íbamos a su casa a pasar la tarde. Que después de que mi abuelo se suicidó, se fue a vivir a nuestra casa y desde ahí hasta su muerte, nunca dejó de vivir con nosotras. La vi expirar su último aliento en su cama, sentí el momento exacto en que su vida se extinguió, pude despedirme de ella justo unas centésimas de segundo antes de que partiera. El momento en que la vida se apaga es algo que no se puede olvidar, deja una huella siempre en nuestra existencia. La muerte siempre nos cambia la perspectiva, nos cambia a nosotras, pues. Poco después de eso, vi la llanta de un tráiler cernirse sobre mí: tuve la total certeza de que ese sería el último día de mi vida. Mientras estaba recostada con medio cuerpo embarrado en el pavimento, con la mirada fija en el cielo gris de la tarde, vi nítidamente el rostro de mi abuela, sonreí para mis adentros y pensé que al menos podría verla otra vez, que no iba a estar sola. Después pensé que no, que aún no era tiempo de irme, y mi cuerpo empezó a luchar.Todo ese tiempo, la muerte estaba presente y latente de manera clara y explícita: yo podría tener trombosis, sepsis, derrame en los pulmones, falla orgánica, cualquier reacción a los medicamentos que pudiera causarme la muerte. Y de hecho tuve shock séptico, derrame pleural y reacciones alérgicas a los medicamentos, mi cuerpo pasó meses luchando contra una infección que quería acabar con mi vida. Pero no fue todo eso, sino la muerte de Carmencita que me removió las entrañas y me marcó para siempre. Carmencita murió al lado mío. No la conocí, jamás la había visto antes, pero lloré su muerte con un nudo apretado en el pecho.Mientras esperaba a que me asignaran cama en el ISSSTE, en una camilla rígida y angostísima, junto al almacén de equipo médico, con una lámpara de luz blanca y potente encima de mi cara, junto a otras tantas camillas con personas con dolores, quejándose, respirando con dificultad, rogando por el cómodo para poder orinar, rogando por analgésicos, rogando por ver a sus familiares, rogando… Enfermeras yendo y viniendo a toda prisa, voceando a tal y a cual médico, una y otra vez, una y otra vez antes de que el médico apareciera. De cuando en cuando, silencio. De cuando en cuando, otra camilla lanzada a algún espacio donde pudiera encajar, y otra vez, soledad.En uno de esos vaivenes, llegó al lado mío Carmencita. Una mujer de unos 45-50 años, extremadamente delgada, con su cabello corto y rizado. Con el uniforme que llevábamos ahí todas las personas: bata blanca, deshilachada, mal arreglada, que dejaba al descubierto la espalda, medio brazo, las piernas. Estaba acostada de lado, en posición fetal, respiraba con dificultad. Corrían las enfermeras a colocarle agujas dentro de las venas, suero, medicamentos, oxígeno. El oxígeno. Le colocaron puntas de oxígeno, esos tubitos pequeños y transparentes que se meten ligeramente a las fosas nasales. Le pusieron electrodos por todo el cuerpo, y midieron su oxigenación. Corría de nuevo la enfermera, y esta vez le puso una mascarilla de oxígeno. Carmencita con voz tenue y entrecortada, le pidió que mejor le pusieran las puntas de oxígeno, que así se sentía mejor, que eran menos incómodas que la mascarilla que además estaba muy alto el oxígeno y sentía frío. La enfermera, amorosamente, le dijo: Carmencita, es que está usted oxigenando muy bajo, necesitamos dejarle la máscara con el oxígeno muy alto, es por su bien. Carmencita no respondió. Su camilla estaba tan cerca de la mía que yo percibía claramente su presencia, los movimientos convulsos de su cuerpo intentando respirar. Un médico explicó que era paciente oncológica, que tenía un estado avanzado de cáncer, y mandó llamar a su familiar, él y la enfermera hablaban rápido y en voz baja. “Su respiración ya es agónica, ya se nos está yendo, llamen a sus familiares para que se despidan”. Entró un hombre con caminar pausado, lo alejaron levemente de la camilla para hablarle en voz baja. Impávido, sin hacer ningún gesto, asentía. Luego se acercó a la cama. La miró, pasmado. Sin moverse, sin decir nada. Se notaba incómodo, no sabía qué hacer, volteaba la mirada hacia otro lado, luego la miraba a ella fugazmente, que ya casi no se movía, ya casi sin respirar. Después entró otra mujer. “Hermana, Carmencita, mi amor, mi princesa, te amo, te amo, vas a estar bien, mi amor, todo estará bien, aquí estoy, preciosa, aquí estoy” Decía mientras el llanto consumía sus palabras, le acariciaba suavemente la mano, se la besaba, sollozaba. Pasaba sus manos por su hombro y no dejaba de decirle que no se preocupara, que ella estaba ahí. El hombre, con notoria incomodidad, la alejó con fuerza y le dijo “No llores, no hagas una escena… mejor salte”.La mujer no quería despegarse de su hermana, pero ante la insistencia del hombre, salió de la sala. Él seguía ahí, parado, como si estuviera en otro lado, casi no la miraba, su mirada estaba perdida, no le hablaba, ni la tocaba.Después de un rato, se acercaron dos enfermeras y corrieron una delgada y rasgada cortina que colgaba en una esquina, para separar ficticiamente su camilla de las del resto de las personas que ahí estábamos, también en cama y sin poder movernos. Escuché que empezaron a moverse rápido. Luego, silencio. Ya no veía nada, pero sentía un vacío, un frío, una tristeza infinita. No pude evitar derramar unas lágrimas, empecé a sollozar. Carmencita, yo no te conocí, pero te lloré. Tu muerte es mi muerte y la muerte de todas. Así, sola, sin palabras y sin tacto. Se acercó corriendo una enfermera que iba a revisar mi suero y las mangueras que salían de mi cuerpo. Su mirada estaba seria, también perdida. Sus ojos se veían ligeramente húmedos. “Ay, mira, tenemos que revisar tu catéter…” Hacía pausas grandes, pensativa, mirando al infinito. Yo lo sentí con total claridad: ella también sintió la partida de Carmencita. No sé cuántas personas ve morir al día, pero la indiferencia no le ha comido el corazón, éste sigue vivo, fresco, latiendo. De pronto me dio vergüenza llorar, así volteé la mirada hacia el otro lado, como si quisiera darle el espacio de respeto que la muerte implica. Pero aunque no mirara, el cuerpo de Carmencita estaba ahí, a unos centímetros de mí, sin vida. Y yo sentí su muerte. En el corazón, pero también en el cuerpo, en la piel, la sentí partir. Se me hizo un nudo en la garganta y un vacío en el estómago. Porque su muerte es mi muerte, porque la muerte es la muerte y punto.